Cuando Lucía abrió los ojos eran campeones del mundo

Cuando Lucía abrió los ojos eran campeones del mundo

Lucía se fue adormir la siesta ese domingo más temprano que de costumbre, desayunó un horrible café muy negro que había llegado seguramente del Brasil, unas tostadas integrales con mermelada de calafate y algo de fruta. No había almorzado. Era diciembre, la fiesta de navidad estaba cerca y su país veinte días atrás estaba abstraído en un mundial de fútbol mientras se vaticinaban malos vientos para la economía. Su novio estaba frente al televisor y no se dio cuenta de que la mujer pasó frente a él en un pijama muy ligero y él solo atinó a mover su cabeza esquivándola para seguir con sus ojos clavados en la pantalla.

Soñó que corría tras una cometa de mil colores que batía su cola por la fuerza descomunal del viento austral mientras ella se iba y se iba por un sendero plano que la fue metiendo en el sur del sur. Al otro lado del mundo, a más de trece mil kilómetros de distancia, un chico de unos veinte y tantos y nacido en Virrey del Pino ubicaba una pelota en el punto blanco de pena máxima mientras un tren de emociones se lo comía. Desde La Plata hasta Dacca, Bangladesh, unos 2.500 millones de personas estaban haciendo lo mismo que el novio de la chica que la ignoró mientras caminaba vaporosa para tomar una siesta.

En ese instante, en una clínica de Berlín, un hombre le decía al oído de su única hija las últimas palabras antes de morirse, le pedía perdón por haberla abandonado de niña y ella, una mujer blanca de cabellos prístinos, no le dijo nada, solo se quedó mirándolo hasta que el hombre murió. En Katmandú dos mujeres y dos hombres llegaban con la ilusión de coronar la cima del monte Everest, sin saber que en tres semanas todos iban a morir en una avalancha de nieve que los sepultó por encima de los ocho mil metros.

Ahí mismo, en ese mismo instante, un búlgaro llegaba a la cima usando dos prótesis en lugar de piernas, porque un caballo se las aplastó veinte años atrás en un raro accidente. Hizo un video que al cabo de unos días fue uno de los más vistos en la red. En Tokio, una mujer de casi cien años se tomaba una pastilla que le prometía vitaminas milagrosas gracias a la grasa de ballena. Más al sur, un barco japonés arponeaba a un cetáceo que se desangró o se ahogó en su propia sangre en la cubierta.

En las estepas rusas un tigre de Amur de un solo apretón le rompía el espinazo a un ciervo bebé que no alcanzó a ser protegido por su madre, los chillidos de clemencia antes del ‘crack’ de los huesos quebrándose retumbaron por toda la región de Jabárovsk. En Qatar, el muchacho que mantenía al mundo en vilo lanzó aire por su boca, Martín, en las tribunas del estadio, se llevaba las manos a la cabeza conteniendo el aliento, Romina, cerraba los ojos y escondía su cabeza en el cuerpo de su novio y don Vito, el carnicero de barrio que hipotecó su casa para viajar a ver ese momento de tortura se acordó por un segundo que al volver viviría en la calle.

En Ucrania, específicamente en Bakhmut, un francotirador ruso le destapaba la cabeza con su rifle dragunov a un chico de veintiún años de Kiev que un día salió a estudiar para ser abogado y terminó en un camión lleno de hombrecitos que iban a morir en el frente. La madre del chico a esa hora le pedía a un santo ortodoxo que su pequeño Igor regresara a salvo a casa y mirando al cielo se convenció de que sus plegarías habían sido escuchadas. Sonrió, engañada por la fe. En otra trinchera, y muy cerca de los sesos regados de Igor, un soldado ruso quedaba despedazado por una munición lanzada por un dron ucraniano.

En el Carrefour de l´Odéon, Horacio pedía una hamburguesa con mucho queso, una cerveza barata y ella, su gran amor, estaba por ordenar cuando sintió el apretón en sus caderas que él le daba mientras le susurraba amores eternos en su oído izquierdo. El mesero los atendía con un ojo puesto en la mesa y el otro en un televisor empotrado que en ese momento mostraba la carrera de un hombre con un número 4 en su espalda. El mundo contuvo la respiración, hubo un breve silencio, una hoja caía de un limonero en el Caribe tras el movimiento de una mariposa amarilla y David, allá en Colombia, maldijo al ver a los vecinos haciendo fiesta en la calle.

En la Ciudad de México, Joaquín moría en una sala de reanimación de un hospital con una bala cerca de su corazón. En Tahití dos hombres se daban un beso eterno al sentir que por primera vez no eran juzgados ni fisgoneados. Florencia mandaba a la mierda a su marido al darse cuenta de que la noche anterior había dormido entre las piernas de la más famosa prostituta de la casa de Isabel la negra, en Ponce, Puerto Rico. Elena, una ‘cholita’ boliviana de El Alto, servía comida para muchos hombres que también miraban por el televisor a un hombre de camiseta celeste correr hacia un balón.

Montiel, el hombre con el número cuatro en una camiseta celeste impactó el balón, Lloris se decidió por su costado izquierdo y el capricho se fue al otro lado. Gol. El pandemonio estalló al otro lado del mundo, la gente se transformó en una masa que gritaba en coros, que invadió calles, que demolió semáforos, que arrancó paradas de autobús, que no durmió en tres días, que se fracturó las piernas, que saltó de puentes, que subió un obelisco, que no volvió a sus trabajos, que los unió en un abrazo y se olvidaron por un tiempo de sus bolsillos.

El novio de Lucia estaba poseído gritando desde un balcón, espetaba en lenguas, sus babas volaban por los aires e iban a parar en alguna cabeza de los cientos o miles que estaban abajo delirantes. Lucía salió del sueño pensando que había atrapado la cometa, se levantó de su cama y se fue directo a mirar por la ventana. Vio a su mundo hecho un mar de cacofonías, miró a su novio con desprecio mientras él corría a abrazarla diciéndole que eran campeones del mundo.

*Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la posición del medio.

José Vargas

José Vargas

Estudió periodismo para preguntar porque nunca entiende nada y no sabe nada. Es escritor porque en la ficción todo lo entiende y puede dejar de preguntarle a otros para preguntarse él. Escribe cuentos, novelas y cuanto relato se le ocurra para alejarse de la tragedia de ser colombiano. Escribe notas de opinión e investigaciones periodísticas para convencerse que la tragedia tiene forma de político bonachón y ladrón. La tragedia de la realidad es directamente proporcional a la realidad trágica de escribir en un mundo que ya no lee.

Compartir