Johanna
#Relato
12/11/2024
Por: José Vargas
Frente a mi casa de infancia pasó a toda velocidad una bicicleta rosa que levantó una polvareda que no dejó ver quién la conducía. En la esquina, justo en diagonal a mi mirada, un perro horrible de pelaje amarillo con negro y patas blancas se atravesó, un grito agudo de una niña se escuchó de manera estridente y vi salir volando una cabellera negra que con los meses se volvería la más hermosa que mis ojos habían visto hasta ese momento. Solo vi por un instante muy fugaz cosas que daban vueltas en el aire, unas piernas huesudas, unas ruedas, unos brazos y polvo, mucho polvo.
El cuerpo de la niña cayó en una cuneta y los hierros doblados de su bicicleta estaban desperdigados por aquí y por allá. Salí a correr con rumbo al lugar de los hechos y la vi por primera vez en mi vida, aunque no me fijé mucho en su rostro porque de su brazo izquierdo un hueso blanco salía dejando un hilillo de sangre en el piso, mientras los quejidos casi sordos de ella se escuchaban al mismo tiempo que la horda de chismosos y chismosas, entre ellos yo, empezaban a llegar.
Una señora flaca como una aguja agarraba un rosario que le guindaba de su cuello, decía cosas, era como si estuviera hablando con alguien imaginario. Otra mujer, una con el cabello rojo tinturado que vestía una camiseta de un político ladrón gritaba como poseída que la niña se había matado. El perro, el mismo bellaco inocente que se cruzó estaba oliendo parte del hueso expuesto y cuando se acercó a la sangre un hombre con un garrote lo sacó corriendo del lugar.
La niña se llamaba Johanna, tenía unos doce o trece años, nunca lo sabré, como tampoco su apellido, quizás en ese momento lo sabía, pero ahora, casi 28 años después, mi memoria no alcanza a llegar a esos vericuetos. Tenía el cabello negro, intensamente negro, ojos oscuros muy almendrados, piel bronceada y carnes estilizadas, mejor dicho, era muy flaca. Tiempo después, ese cabello, esos ojos y esa piel se convertirían en las partes físicas que yo más observaba. Ella me iba a mantener cautivo por cosas que hasta ese momento no conocía, que eran nuevas y que me ponían nervioso, como hacerme sudar las manos, sentir un vacío en el abdomen y verla de lejos porque no podía acercarme a pocos metros. No sabía, en esa temprana edad, lo que era el amor o si lo que sentí en ese momento era amor.
Unas semanas después la volví a ver, recuerdo aquel momento como si tuviera una fotografía en mis manos. Era un domingo muy caluroso, sin nubes y con el cielo azul muy intenso. Johanna caminaba con su hermana mayor por la cuadra en donde el accidente había sucedido llevando un yeso que le cubría todo su brazo izquierdo. Los niños y niñas de la cuadra salían a su paso para preguntarle, para ver esa cosa blanca que llevaba puesta, porque la fama en la infancia siempre sucede por dos cosas: por una travesura bien lograda o por la desgracia. Aunque lo segundo casi siempre deriva de lo primero.
Desde ese día empecé a jugar más en esa cuadra con esos otros niños y niñas, sentía curiosidad por ella, pero justo cuando la veía venir me alejaba para observarla desde un lugar seguro por mis nervios inexplicables. Johanna fue la primera persona a quien le escribí una carta, pero nunca se la entregué, durante un año hice muchas de ellas, me volví un escritor de cartas muy prolífico gracias a esa niña y cada uno de esos papeles se perdieron en algún momento de mi infancia. Robé unas flores en un jardín de algún vecino y de manera inocente las dejé en la puerta de su casa, con seguridad alguien las habrá pisado.
Cuando logré controlar el aluvión de emociones que me hacían correr con tan solo verla llegar, empecé a escuchar su voz tranquila, veía cómo la comisura de su boca se formaba cuando proponía juegos infantiles, pero ya con aires de adolescencia. Esa picardía de los doce años en donde el cuerpo nos pide cambiar rápido de gustos y nos va metiendo en ese camino de altibajos de la juventud contestataria. Jugábamos con una botella a hacernos preguntas tontas, hasta que un día alguien propuso besos y caricias como castigo o como recompensa. Qué sé yo. Aquel día no di mi primer beso, pero sí vi varios, entre ellos el de Johanna.
Una niña a mi lado derecho giró la botella de vidrio de una gaseosa y justo el orificio quedó apuntando a Johanna, que se puso roja porque sabía que era la tercera vez que le correspondía y eso solo significaba una cosa: un beso. Ella tuvo ese primer momento con un chico de unos quince años, era como el mayor de ese grupo, duró muy poco, pero fue suficiente para que el amor adolescente se sellara porque desde ese día se les vio caminar de la mano y darse besos a escondidas de su familia.
El barrio siempre tenía niños y niñas jugando en sus calles, mantenía con esa algarabía interminable de gritos ensordecedores, con sus caídas, con sus travesuras y hasta con amores contrariados, como el mío por Johanna. La veía siendo feliz y enamorada de ese chico más grande que yo, del mismo que la había besado por primera vez y quien era mi amigo de partidos de fútbol. Un día ya no se les vio más juntos y volvimos a los juegos, a las escondidas, porque ese chico se consiguió una novia más grande y que ya no jugaba cosas infantiles como escondernos detrás de un auto mientras otro contaba hasta llegar a cero para salir a buscarnos.
Nos volvimos inseparables, en donde ella se escondía yo estaba. Por donde yo corría ella iba y nos empezamos a contar secretos, a decirnos cosas chistosas, a planear travesuras y a mirarnos por algunos segundos hasta reírnos nerviosos. Yo le decía que su cabello olía a fresa, porque en verdad olía a esa fruta. Le decía que su piel era suavecita, porque era como tocar a un bebé; y que sus ojos eran hermosos, porque eran los únicos almendrados en ese barrio. Ella solo reía y me miraba poniendo los ojos chinos y los cachetes enrojecidos.
Dejamos de jugar en grupo y nos íbamos los dos a los barrios cercanos. En uno de ellos había un bosque por el que corría una acequia, nos metíamos porque decíamos a viva voz que éramos exploradores y que yo, por alguna razón, cuando fuera grande, iba a viajar con ella. Hoy pienso por un momento que a mis doce o trece años estaba planeando muy a futuro mi vida con alguien, como viajar, como ir por el mundo con una persona que estaba amando, que la pensaba de día y de noche, que le escribí cientos de cartas que nunca llegó a leer y que estaba decidido a todo por Johanna, así no tuviera el coraje de decírselo.
Nos tomábamos de las manos e íbamos a lugares en donde no nos vieran, en donde no nos conocían y, en ese bosque, que por mucho tiempo fue mi lugar favorito en el mundo, nos gustaba mirarnos sin decir una sola palabra, poseídos el uno en la belleza del otro. Abstraídos mirándonos el alma, teniendo el privilegio de ver tanta bondad en los ojos del otro, sin mentiras, sin escondernos nada, sin los artificios de los adultos y, por lo menos de mi parte, amándola en un silencio tremendo. Nunca supe y no voy a saber si ella me amaba o si lo hizo después o si para ella esas escapadas eran parte de una amistad.
Un día en medio del bosque me quedé dormido en su regazo, cuando me desperté ella me estaba acariciando el cabello y yo, casi que por instinto empecé a mirarla directamente a esos ojos tremendos, demoledores, eran como un abismo en el que caía vertiginoso y me empecé a acercar bastante y Johanna me miraba diciendo no te detengas, pero yo, que nunca fui capaz de decirle o hacer algo, me detuve cuando mi boca iba a parar en su boca. Nunca nos dimos un beso, nunca nos confesamos nada. Nunca sucedió algo que quizás nunca olvidaríamos. Todo se resolvió en miradas, en caricias de manos, de cabello, de abrazos y en caminatas en un bosque siguiéndonos por horas.
Un día la dejé de ver, su familia se fue del barrio y ella me estuvo buscando la noche anterior en las calles. El destino quiso que nunca nos despidiéramos, que la historia más hermosa de amor que he vivido tuviera un final abrupto y sin decirnos adiós. Todo se acabó cuando fui hasta su casa y la vi vacía, sin cortinas, sin muebles y yo mirando por una ventana mientras lloraba en silencio sintiendo un dolor que pocas veces he sentido. Sin redes sociales, sin celulares, sin la virtualidad, Johanna se fue desvaneciendo. Olvidé su apellido, el tono de su voz, la textura de sus manos, su olor y hasta el rigor de su mirada.
No volví a saber de ella, nunca más la he vuelto a ver, aunque la busqué. Tenía la certeza que ella haría lo mismo e iría al bosque un día por la tarde, ambos sabíamos que ese lugar nos pertenecía, fueron meses habitándolo por horas, no existía un lugar más favorito para ambos que ese bosque que guarda nuestras historias. Durante tres meses estuve yendo a recorrer los caminos que abrimos por la voluntad de nuestras aventuras, me quedé sentado por horas encima de una piedra en donde un día dormí en sus piernas, hasta que, así como ella llegó, un día no volví y empecé a olvidar a mi primer amor.