La indignación del periodista duró lo que un pedazo de carne en ser tragado
9 de febrero, nuevamente una celebración del día del/a periodista en Colombia, la llamada por Gabriel García Márquez como la mejor profesión del mundo, el oficio noble que busca la verdad, el que ayuda a equilibrar la democracia y el que debe promover la participación ciudadana. Se supone. El periodismo hoy por hoy es una de las profesiones más deslegitimadas y atraviesa una crisis de enormes proporciones, las cuales se atribuyen a múltiples factores y dependiendo de quien haga el juicio.
Para mí los problemas tienen dos causas fundamentales, el primero se llama pauta oficial, el cual ha ido carcomiendo a la profesión desde hace décadas y el segundo se llama la universidad o el centro de formación de periodistas. En el primero tenemos el motor de la autocensura y en el segundo está la formación e impulso del negocio, el camino que enseña al o la futura colega a sobrevivir en este mar de pauta, de autocensura, de titulares que venden humo, de notas light, de fotos en redes sociales que luchan por un ‘like’ y de ‘influencers’.
El primer problema se remonta con mucha fuerza a la segunda guerra mundial con los esfuerzos de gobiernos occidentales por ganar los corazones y mentes de la ciudadanía. Desde ese momento los presupuestos oficiales alrededor del mundo, pero muy especialmente en la empobrecida América Latina, se fueron incrementando con el paso de los años hasta llegar a la era digital.
El propósito de la pauta oficial en algún momento pasó de ser una especie de canal para transmitir información oficial a la ciudadanía; a un verdadero contubernio entre el poder y la prensa para lavarle la cara al político. Es un pacto en donde ya no importa transmitir datos oficiales de interés, el/la periodista y el medio de comunicación ahora son parte del esquema de comunicaciones, son lobistas de contratos, hacen campaña política descarada, ocultan y no investigan los negocios mafiosos del poder, se pelean nombramientos en entidades para sus familiares y están abocados a reacciones en redes sociales.
Cuando la pauta oficial se acaba o los sacan de ‘la rosca’ entonces se acuerdan de hacer control social, de hacer preguntas incómodas, escriben editoriales, van a las ruedas de prensa con una lista de preguntas bien elaboradas, hacen transmisiones en vivo para hacer análisis y hasta trinan indignadamente. Se acuerdan que son periodistas. La pauta oficial engendra la primera parte del problema, porque promueve las notas cortas y sin profundidad, las fotos con ‘copies’ de pocas líneas, medios de comunicación de Facebook sin sitios web en donde se amplíe la información y promueven los titulares de ‘humo’ porque lo importante es el alcance.
La pauta oficial también cercena la creatividad porque desde la dirección de medios, comités editoriales y periodistas el argumento es que la crisis existe porque la gente ya no lee y porque solo quiere estar en redes sociales. Cuánta mentira. Se les olvidó que existen los productos transmedia, porque en efecto hay personas que no leen, pero eso no significa que no tengan interés en lo que sucede en las esferas del poder. Hay cientos de maneras de llevarles la información, y no me refiero a fotos con descripciones insulsas, sino a hacer investigaciones que generen gran cantidad de información y que se puede condensar en otros formatos.
Si la pauta oficial desaparece para siempre los medios de comunicación no tendrán otro camino que investigar a los gobiernos con productos profundos -tanto escritos como audiovisuales- porque la creatividad les regresará al cuerpo. Van a necesitar muchas hojas en sus periódicos para publicar las denuncias, más espacios en sus páginas web para ampliar la información porque los ‘copies’ de Facebook se quedarán cortos. Los videos contundentes mostrando las pruebas les llegarán a los que en efecto no leen, aparecerán más pódcast de denuncia para los que habitan ese mundo, incluso, veremos ruedas de prensa en donde el político ladrón tiemble cuando vea el auditorio lleno de periodistas.
Cuando la pauta oficial desaparezca de este mundo o, al menos, de este desangrado país, los/las periodistas que tienen pequeños medios digitales y que su único recurso es estar detrás del político para un contrato a cambio de la autocensura, se volverán micro o hasta quizás empresarios. Fundarán medios robustos porque solo tendrán como camino ir al sector privado por pauta y allá hay que llegar con un producto y/o servicio de muy buenas prestaciones, obligando al medio de comunicación a ser cada vez más profesional.
La pauta oficial se ha convertido en una especie de subsidio y la mayoría de ellos son injustos, porque financian las comodidades de unos a costillas del detrimento de inversión social para otros. Trabajé en una oficina de prensa de una entidad gremial muy desprestigiada y por orden de políticos ladrones desde la gerencia les daban pauta a periodistas con medios de comunicación de papel, algunos sin audiencia, otros que escribían de manera desastrosa, unos desconocidos y hasta familiares de esos políticos. La pauta salía para muchas personas, pero, desde luego, para los alineados al poder, era un festival de plata ordenado por un ladrón con cara de diputado o concejal.
La pauta oficial es directamente proporcional a la corrupción y muy directamente proporcional a la desvirtualización de los conceptos de empresa o negocio. Y esto es porque fractura o lesiona de manera tremenda a quienes ejercen la profesión con decoro, con profesionalismo y no se venden por unos pesos; ese/a periodista tiene que ver con desilusión cómo el lava cara del político de turno se lleva millones por publicarle cuanta pendeja se le ocurre a los jefes y jefas de prensa de una alcaldía y una gobernación. En ese punto la crisis del periodismo -la pauta oficial- hace desaparecer un buen periódico, una buena emisora o un canal de noticias.
Ahora bien, en medio de ese contubernio descarado, aparece la universidad para completar el asunto. No me refiero a que la educación sea el problema, me refiero a su instrumentalización como negocio. Aquí no quiero ser ligero, aquí es necesario ser preciso porque respeto a la academia. Más por terquedad que por razones muy técnicas, tengo una diferenciación entre universidad y academia, que no es lo mismo en esta mente. La universidad es una institución con un espacio físico que puede ser cualquier cosa y la academia es el ágora, es el conocimiento libre y universal. Son mis conceptos.
En primer lugar, muchas personas llegan a la universidad a estudiar periodismo porque se volvió una moda, una de bajo costo. Muchos/as estudiantes están allí siendo indiferentes con el oficio, no lo entienden, no lo comprenden y mucho menos quieren ser periodistas, quieren ser ‘influencers’ y eso es hacer videos, estar pendientes de ‘likes’, de los comentarios, sobre todo de los positivos, porque los negativos son de ‘haters’. Son personas desprovistas mentalmente de la crítica, débiles de carácter para entender que ella es necesaria en el periodismo.
Lo anterior también tiene un elemento que puede explicar en buena medida ese comportamiento que la universidad valida y, de hecho, hasta lo promueve, y lo hace porque ayuda al negocio. Como estamos plagados por los ‘likes’ y de gente que los atesora; la universidad ha girado a ese mundo promoviéndolo casi que indirectamente, no sé si lo haga de manera consciente, pero es claro que ha abandonado las bases de la formación del periodismo para el beneficio de la inmediatez de las redes sociales. El y la estudiante es visto como cliente y no se educa, se vende un título universitario.
Desconfío del/a periodista que no lee, es mi línea, es la que mantengo en mis relaciones profesionales con mis colegas. La columna vertebral del periodismo es la información y la mayoría de ella está contenida de manera escrita y cuando lo está en otro formato como el audio o el video, es necesario tener buena comprensión lectora para asimilarla sin distorsionarla. Inexorablemente, se tiene que escribir y para escribir hay que leer. El periodismo es una profesión de letras, es la profesión de la crónica como género de géneros, es la misma que toca y muy de cerca la literatura, es la de las investigaciones. El periodismo exige que sus profesionales sean ilustrados/as en casi todos los campos y es una profesión en la que se debe aprender rápido. El periodismo es lectura y escritura.
Ese problema es crítico en la formación de periodistas, en las universidades los niveles de lectura son bajos y cuando se les pide a los/as estudiantes que lean; lo hacen obligándoles, no les seducen, no les hablan de las grandes gestas del periodismo, no les incentivan y cuando les ponen a escribir estalla el pandemonio. Aparecen los/las docentes sicarios -que los odio- son esos que se paran en un altar moral a decirle a la gente cómo se escribe. Que si comete un solo error de ortografía le pongo un cero, que si pone mal una coma también le bajo la nota. Que si titulan muy largo pierde la materia y así, una y otra amenaza que desestimula porque entregan sus trabajos con miedo.
A la muchachada que estudia este lindo oficio al principio hay que dejarla en libertad para que escriba lo que quiera y como quiera, hay que dejarles que abracen el periodismo con amor, sin amenazas. Cuando el o la estudiante ya estén motivados leyendo y escribiendo, entonces en ese justo momento es cuando hay que irles corrigiendo, sin amenazarles porque la lectura y la escritura son procesos que deben ser libres y espontáneos. En un salón de clases lleno de estudiantes motivados y enamorados con la profesión, los/las que no lo estén es porque no nacieron para ello. Una selección muy natural y sin violencia.
Recibí clases de docentes que no entendían nada de nada, que estaban ahí por el compromiso contractual. Son profesores/as porque la vida les dio uno de los más hermosos privilegios, pero no comprenden que la educación debe liberar, que la educación está mucho más allá de una nota, que la educación debe provocar felicidad para luego sentar compromisos éticos de por vida. Los salones de clases se llenaron de personas que desean un título en la pared, que añoran un contrato oficial, otros solo quieren ir a una emisora a poner música, los ‘influencers’ que ven en la era digital solo un negocio sin responsabilidad social y, desde luego, los enamorados de la profesión que cada vez son una minoría.
El negocio de formar a esas personas es muy lucrativo y las universidades invierten en procesos muy cercanos a los gustos de la sociedad, porque el sistema económico actual nos ha impuesto esas condiciones de la oferta y la demanda, aunque no existe nada más equivocado que creer que las dinámicas del mercado se regulan solas. Entonces a los enamorados del oficio no nos queda otra alternativa que refugiarnos en la nostalgia, ya lo decía el maestro Donaldo Alonso Donado: “Como uno tiene sus amores y nostalgias con este género olvidado, lamenté su suerte corrida en las últimas décadas; después busqué y elaboré instintivas explicaciones sobre su destino, del que me dolí ante los ojos indiferentes de discípulos en aulas sin corazón; también escribí reflexiones sin lectores en páginas de publicaciones universitarias y planteé su viacrucis en conversaciones de amigos sin oídos”.
Al periodismo hay que regresarle su corazón y este solo reside en volver a la filigrana del ejercicio, en la complejidad de la investigación, en hacer preguntas incómodas, en exigirse profesionalmente y en demandarle a los/as lectores y consumidores su parte esencial en esa búsqueda de la “verdad”. Todo eso se puede resumir en una palabra que el gran maestro Kapuściński manifestó: mística. Se debe dejar de formar relacionistas públicos, influenciadores, disyoqueis, camarógrafos, aduladores de políticos y hasta community managers. Es perentorio formar periodistas. Y, desde luego, entendiendo que los mencionados anteriormente son importantes para la sociedad y no motivo de vergüenza, pero que se formen en esos campos fuera del título de periodistas y que no vengan a buscar refugio aquí nunca más.
¡Viva Jaime!
“Creo que si uno vive en este país tiene una tarea fundamental que es transformarlo”.
Jaime Garzón.