No fue el pollo asado, fue el amor

No fue el pollo asado, fue el amor

Recordando a Carlos Arturo Rubio López, QEPD.

Mi viaje con él empezó en el año 2003, justo unos días después de ver el transbordador espacial Columbia hacerse añicos en el cielo cuando reingresaba a la tierra. Observé acongojado caer ese aparato, pasé varios minutos sin pestañear, viendo cada pedazo incandescente ir precipitarse como un meteoro. Recuerdo que el resto humano más grande que encontraron de los tripulantes fue un pedazo de esternón chamuscado. Mi primera charla con Carlos tuvo como eje central aquel acontecimiento que duró rodando en la televisión y en los periódicos del mundo por varias semanas. Hablamos por horas, gracias a su talento de buen escucha y a mi labia descontrolada, casi logorreica. Era febrero, no recuerdo la fecha exacta, pero era febrero, porque un perro desnutrido había llegado al lugar donde trabajaba un mes antes y en broma yo lo quise llamar enero, pero después de unos días triunfó el nombre de Felipe.

Felipe era un gozque marrón con trazos genéticos desordenados de negro y unos insignificantes de blanco, especialmente en sus patas delanteras. Era flaco, flaquísimo, un esqueleto hecho perro con heridas de parásitos en su lomo y con una cabeza ridículamente pequeña. Parecía un punto estrellado en un cuerpo miserable y desnutrido. El animal deambulaba por las oficinas, parqueaderos, zonas verdes, dormía en la portería y se escondía cuando el gerente rondaba por ahí. El perro entendió que ese hombre había dicho que lo sacaran a la calle, porque era un animal de mal gusto. Su cerebro de perro horrible aprendió a memorizar al hombre que lo mantenía bajo amenaza.  

Felipe tenía los ojos color caramelo, era agradable mirarlo a los ojos, era lo único simpático que tenía. Era tremendamente feo. El perro decidió quedarse en aquella oficina, a pesar del gerente inquisidor y de algunos empleados que se aterraban cuando lo veían caminar, moviendo sus caderas con cadencia perruna y su cola eléctrica en pie. Tras unas semanas su pelaje se puso brillante, las heridas en la piel desaparecieron, los huesos se escondieron y su cabeza se hizo más grande. Felipe se convirtió en otro perro. El pollo asado era quizás el secreto de semejante metamorfosis, el animal pasó de comer en la basura, para luego alimentarse con pepitas de concentrado de soya que le comprábamos por lástima y, por último, su dieta fue únicamente pollo asado de la mejor calidad. Carlos Arturo Rubio López había aparecido en la vida del perro y esa sí es la historia a contar.

Carlos trabajaba a unos cincuenta metros de mi oficina, los espacios estaban distribuidos en unos bloques prefabricados infernales que cocinaban empleados en las tardes de verano. Lo vi ese día de febrero, con sus pantalones de dril, camisa a cuadros y sus apaches color miel. De hecho, todos los días lo veía igual, uno sabía que su ropa era diferente, pero el estilo nunca cambió. Su piel tenía un amarillo atenuado, sus ojos ictéricos y sus dientes bien alineados, grandes y bien blancos. Brazos delgados y manos de piel suave, manos de oficinista. Cabellos engominados, cenizos y tras algunas horas el brillo del gel desaparecía, quedando su cabellera matizada por las canas. Mientras hablaba se quitaba su reloj metalizado unas veinte o treinta veces, jugaba con el seguro, se lo quitaba y volvía a ponérselo al instante. El sonido del ‘click’ del broche sonaba varias veces mientras hablábamos. 

Desde aquel día yo le robaba tiempo a mi trabajo para dedicárselo a las charlas con Carlos, hubo unas en las que hablamos más allá del atardecer y cuando salíamos la noche de brisa fresca agitaba unas palmas altas, lanzaba por los aires las hojas de un pomarroso que siempre daba frutos y cuando mirábamos para atrás Felipe iba tras los pasos de Carlos. El perro se quedaba justo en la puerta enmallada de color blanco, sus ojos caramelo los agudizaba, los volvía chinos mientras Carlos se perdía por un sendero largo y lleno de taxis. Era en las noches los únicos momentos en los que el perro estaba solo, sin su amo ocasional, lo suponía porque al irme el animal se daba media vuelta, caminaba por entre los parqueaderos siguiendo de manera infranqueable una línea amarilla que iba a dar a cualquier parte. Felipe desaparecía en las noches, supongo que buscaba un espacio cómodo, metía su cola entre las patas y dormía esperando otro día para vivirlo con Carlos, metido en su oficina, cuidándolo y esperando su almuerzo de pollo asado.

Carlos era pensionado, trabajaba nuevamente por placer, para entretenerse porque dinero no le faltaba, le sobraba mucho espacio en su cabeza para volver a sentir las angustias generadas por un trabajo que no pagaba bien, pero era lo que el viejo necesitaba para congraciarse con la vida. Era un hombre solitario, no le conocimos una pareja, su vida personal era misteriosa, casi inexistente. Yo suponía que en su casa en las noches cocinaba, escuchaba son cubano y leía a Fuentes o García-Márquez. Lo imaginaba porque era lo que yo haría en caso de ser un viejo como él. 

Antes de las ocho de la mañana del día siguiente, Carlos llegaba con su mismo estilo de vestir, Felipe con su olfato lo detectaba varios metros antes, salía de alguna parte y en el mismo asfalto con la línea amarilla en la mitad en la que desaparecía en las noches, resurgía de forma épica, el fondo de manera caprichosa se pixelaba, la brisa mañanera ondeaba las ramas de las palmas y de un viejo mango que se negaba a morir. El perro cadencioso, sus patas estilizadas atrás y adelante y su boca se entreabría como sonriendo. Era un perro feliz que salía a buscar a su amo.

Desde esa hora el animal no se separaba de Carlos, al abrirse la puerta de la oficina Felipe se metía debajo del escritorio, nada lo sacaba de ahí, pasara lo que pasara el perro se quedaba impertérrito ante los acontecimientos externos, sólo salía disparado de su refugio cuando Carlos se levantaba de su asiento. Varias veces vi al hombre hablar a solas con el animal, le acariciaba la cabeza, él se inclinaba hasta quedar casi a la misma altura y le susurraba cualquier cosa. Felipe batía su cola con fuerza, se acercaba a Carlos como intentando abrazarlo. Era un amor perfecto, el de un hombre solitario con un perro vagabundo que se había salvado de morir aplastado por las ruedas de un carro, de hambre o metido entre una cuneta.

Al medio día llegaba Carlos de almorzar y sus manos sostenían una bolsa plástica que guardaba una pechuga, un pernil y hasta dos presas de pollo. Era el almuerzo exclusivo para el callejero. Siempre he creído que el amor de la gente solitaria es más puro y bueno que el de cualquier otra persona, porque aman en libertad. Son silenciosos, pero cuando hablan son sinceros. Así que suponía que cuando Carlos le hablaba al animal, esas palabras tenían que ser certeras y que el perro, con su capacidad de entender a los humanos, se daba cuenta de que Carlos era feliz con tan solo verlo mover su cola. Ambos eran felices, no sé si eran conscientes de que de eso dependía el vínculo que los ataba sin razón aparente, pero desde ese día confío mucho más en los hombres que caminan solos y en los perros callejeros.

Una tarde, mientras hablábamos, discutíamos y salvábamos el mundo con nuestras ideas que parecían ser las únicas posibles para el caos, sentimos un olor nauseabundo, avinagrado, como de papas rancias impregnadas con amoníaco. Carlos se quedó mirándome, fueron algunos segundos hasta que se levantó de su asiento casi que eyectado y sólo atinó a decir: “creo que fue Felipe”. El pedo fue tremendo, el gas era tan intenso que por un momento se hizo profundamente denso y pudimos ver una nube azulada que se elevaba por el cielo hasta desaparecer. Según Carlos era la primera vez que eso sucedía, en sus ojos pude ver la mentira, seguramente las andanzas intestinas del gozque ya llevaban varios días tras el cambio de dieta tan exclusiva.

Las tardes de nuestras charlas fueron miles, no puedo precisar cuántas, pero con seguridad la cifra es superior a mis recuerdos. Yo permanecía el tiempo que fuera necesario hablando con el viejo, me entretenía, aunque me sentía culpable porque durante esas horas no trabajaba, afortunadamente eso nunca me trajo consecuencias. Mi fascinación por las charlas se daba por Carlos, que cuando debatía era terco como ninguno, intransigente, cascarrabias, pero noble, uno de los más nobles que he conocido en mi vida. Rara vez emitió juicios de valor en torno a otra persona y aunque le gustaba escuchar chismes, yo nunca lo oí repetirlos. Confié en ese viejo porque así lo decidí, no necesité pruebas para ello, sólo la vida y aquellas tardes fueron germinando la amistad.

Siempre durante las conversaciones hubo uno o dos pedos del perro, eso se fue volviendo un requisito fundamental para garantizar nuestros encuentros. De forma intempestiva aparecía el mal olor, salíamos a toda prisa de la oficina mientras nos reíamos por la mala digestión del perro. Al salir a un pequeño patio de lozas de concreto, Carlos con su risa contenida me buscaba la cara y me decía: “huele a pollo asado”. El viejo se acostumbró tanto a los olores que le asignó una traza del almuerzo de Felipe a la hediondez del animal.

Carlos un día se cansó del trabajo, guardó sus cosas en una caja cualquiera, apagó el computador y se largó para nunca más volver por aquellos lares. Carlos se llevó al perro, lo montó en un taxi, lo llevó hasta su casa para ser felices hombre y animal. Aquella parte de sus vidas la ignoro, yo me fui de la ciudad al poco tiempo y sólo una vez visité al viejo en su casa. Felipe estaba alicaído, enfermo, nadie sabía de qué. Nunca salió del rincón en el que mantenía a Carlos bajo vigilancia con sus ojos caramelo.

El perro se murió un día cualquiera, nadie lo supo, nada sucedió. Carlos algo hizo con el cuerpo de Felipe y probablemente lo lloró en silencio. Siguió con su vida de hombre solitario, misteriosa y sin joder a nadie. Hablé gracias a la tecnología con él varias veces, me lanzó sus divertidos chistes desabridos, preguntó por mi vida lo necesario, sin inmiscuirse, algo característico de él. Yo también me alejé de ese mundo, no recuerdo cuándo el viaje de aquellas tardes de charlas infinitas terminó, no tengo ese recuerdo, pero sabía que las charlas con Carlos se estaban terminando, el viejo se moría rodeado de pocos familiares. Nunca más lo volví a ver, pocos amigos he tenido en mi vida, pero esos a los que un día llamé como hermanos están lejos, la vida y sus vericuetos se ha encargado de mantenerlos apartados, nos ha condenado a ser poco menos que recuerdos y eso me parece tan trágico como morirse. 

El día que Carlitos se murió no lo supe, pasaron dos días para enterarme. Sabía que estaba enfermo, bastante, a decir verdad; y el ostracismo -como manejó la enfermedad- fue tan grande como su dignidad. Me atrevo a decir que deseaba morirse, lo ansiaba y para él irse de este mundo fue lo mejor que pudo pasarle luego de haber nacido. Intenté que leyera lo mucho que lo iba a recordar por medio de este texto o carta, no lo sé –es un escrito patético- no para decirle cuánto lo apreció –él lo sabía- lo hice para recordarlo, es la mejor manera de hacer vivir a las personas, contar sus vidas o tan sólo un pedazo de ellas o un simple recuerdo, así sea uno asociado a un perro callejero que tiraba pedos con olor a pollo asado y que fue salvado por el amor. 

Buen viaje viejo querido.

Carlos Rubio murió sin leer este texto, yo lo puse en un computador para editarlo días después, no me imaginé que se iba a morir tan pronto. Guardé muy triste este documento por no haber tomado la iniciativa de editarlo rápidamente y hoy, estando en la Argentina, muy apesadumbrado, lo encontré limpiando mi computador. Ojalá este recuerdo le llegue al viejo Carlos donde quiera que esté.

Villavicencio, 23 de noviembre de 2019.

*Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la posición del medio.

José Vargas

José Vargas

Estudió periodismo para preguntar porque nunca entiende nada y no sabe nada. Es escritor porque en la ficción todo lo entiende y puede dejar de preguntarle a otros para preguntarse él. Escribe cuentos, novelas y cuanto relato se le ocurra para alejarse de la tragedia de ser colombiano. Escribe notas de opinión e investigaciones periodísticas para convencerse que la tragedia tiene forma de político bonachón y ladrón. La tragedia de la realidad es directamente proporcional a la realidad trágica de escribir en un mundo que ya no lee.

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