Oliva

#Crónica

25/08/2025

Por: José Vargas

Los textos que se escriben en pasado suceden, desde luego, en un tiempo presente. Esto es algo elemental. La mayoría de las veces narran historias que acontecieron o que nunca lo hicieron y esas hacen parte de la ficción, también puede que se narren noticias mientras el periodista se toma un café y mira por la televisión o escucha por la radio un acontecimiento mientras con el teclado viaja al pasado. Este texto que ocurre en un presente he decidido llevarlo al pasado y figurarme allí como si fuera parte de una historia vivida en tiempo real.

Estoy en Ibagué, en la ciudad en la que nací 37 años atrás y corre enero de 2023. Hace calor, como siempre, y tengo en mi correo electrónico unos pasajes aéreos que me llevarán a Argentina porque he decidido migrar, quizás para siempre o quizás para reencontrarme. Por la ventana de mi casa en la que crecí y viví por muchos años veo un barrio cambiado, muy diferente a aquel que recuerdo cuando tenía cinco años y corría junto a otros niños y niñas.

Hay un par de perros apareándose en la mitad de la calle, descubiertos al sol y yo veo la escena, no con morbo, estoy abstraído en mis pensamientos, mientras el sexo canino desenfrenado esquiva a un auto que casi los arrolla por culpa de un conductor malicioso. Reacciono y regreso a la vida, es decir, al presente y al momento. Me doy cuenta de los perros, sonrío y vuelvo a sentarme en el sofá de la casa mientras en la caja tonta hay una serie aburridísima sobre una gente que se mata con otros. Cuando tenía 5 años y pensaba en los años 2000 me imaginé otra cosa, pero mientras veo al televisor me doy cuenta de que la humanidad se va al carajo.

Al día siguiente estaré en un avión que me llevará a Lima, Perú y de ahí a la Argentina. Sé que me voy, sé la fecha, sé la hora, pero no sé nada más que eso. No tengo idea qué me va a deparar la vida en un país con una crisis económica tremenda, fanatizado por el fútbol y la política, desesperado por sus realidades y que, por años, ha sido una especie de luz a la que América Latina ha observado y anhelado por sus grandes logros sociales. Es el país de mis sueños y estoy a escasas horas de vivirlo.

Vivo el último día en Ibagué en medio de despedidas que a decir verdad no son muchas; un amigo de la infancia, uno que otro conocido, mi familia y una persona muy anciana que ha soportado los embates de la vida como nadie a sus casi cien años. Se llama Oliva, es mi abuela paterna y es la única que sobrevive y de quien tengo más recuerdos y experiencias. De ella me despido esa noche, creo que ella no sabe lo que estoy por hacer, es decir, el sentido íntimo de migrar. Para ella su mundo solo ha sido lo que ha escuchado en la radio y ha visto en la televisión. 

Cuando la veo a los ojos pienso que ella escuchó por una radio el desembarco de Normandía sin saber lo que estaba pasando, era casi analfabeta y fue educada como toda mujer campesina de esa época: para parir, criar y mantener una casa mientras su marido traía la comida. Eran los años del mundo sumido en el caos y ella sometida en medio de una cocina aprendiendo para su futuro. No sabía que iba a tener hijos y nietos y que uno de ellos se iría a la Argentina y que en una noche de enero sería la última vez que se cruzarían las miradas. Oliva, ya casada, se enteró también por una radio que un hombre le daba cédulas a las mujeres y derecho al voto. Hubo miles de voces en contra y ella un día fue a reclamar un papel cuadrado laminado que decía que desde ese día era ciudadana, porque antes era un alguien que le pertenecía a un marido. Oliva vivió esa historia que hoy nos parece tan normal, pero que fue una revolución gigante en su momento.

Escuchó por una radio que los liberales y los conservadores hicieron un pacto ruin con el país, que se lo iban a repartir y así, azules y rojos pactaron para enriquecerse y empobrecer más a su gente y un día negaron una reforma agraria que sin saberlo iba a detonar en una de las guerras más largas del mundo. Oliva escuchó y quizás le pareció bien, quizás le pareció mal. Ese domingo el cura en la iglesia les dijo que el país había alcanzado la paz por obra y gracia de un hombre en una cruz. Dieron las gracias al cielo, a la providencia, dieron limosna, se arrodillaron, comulgaron y salieron en fila, ordenados y alienados para vivir ese nuevo país que nos iba a desangrar como nunca.

Un día su esposo llevó un armatoste con unos tubos de gas que al ionizarse generaban luz. Tenía una antena enorme que quedó empotrada en el techo y por primera vez vieron las noticias en lugar de solo escucharlas. Ella no sabía que esa era otra religión, una nueva, una naciente y mucho más alienante que la de los domingos. Aquella caja los concentraba en las noches para ver a un hombre leer noticias e imágenes secuenciadas de tal manera que se veían fluidas y les mostraba ese país del que solo conocían un valle, dos montañas, un río y una pequeña ciudad que se llamaba Ibagué. El mundo dejó de ser un lugar estrecho para ella.

Le volaron la cabeza a Kennedy, los negros votaron, un perro fue al espacio y luego un simio. Vinieron los hijos, unos murieron siendo muy niños y dos sobrevivieron, uno de ellos se casó con el amor de su vida y el otro se casó con él mismo en ese frenesí de la soltería eterna. Bombardearon Marquetalia y se formó el pandemonio, nació Tirofijo, nació la guerra de guerrillas y esa tierra casi maldecida se llenó de armas, de banderas, de juramentos, de fusilamientos, de masacres hasta que un día esa caja tonta de tanto repetir y repetir aquella desgracia se fue normalizando.

Oliva vio a un tipo bajarse de una cosa rara y caminar en la Luna. Ella se persignó, quizás eso no era algo de Dios. Los hijos crecieron, uno destruía pupitres lanzándolos al patio por las ventanas de su salón como un desquiciado y el otro amarraba sus carritos a las vías del tren para ver cómo el acero los despedazaba a su paso. La casa estaba rodeada de pastizales altos, árboles frutales, senderos que conectaban una casa con la otra y en las calles deambulaban perros, gatos, gallinas y cerdos. Era el último barrio de aquella diminuta ciudad, el mismo que años después y mientras miro el rostro envejecido de Oliva, está ubicado ya en la mitad de la urbe y no hay más pastizales ni árboles frutales.

Oliva un día vio por esa caja que se tomaron el tren de la sábana, eran unos guerrilleros que hicieron su guerra en las ciudades. Al día siguiente un periódico de circulación nacional sacaba una foto del tren y de unos hombres armados, uno de ellos alcanzaba a subirse una pañoleta para cubrirse el rostro. Él era alias Arturo y Oliva mientras miraba esa foto no se imaginó que su nieto, que aún no nacía, sería amigo de ese hombre y compañero de tertulias literarias. Oliva miró el periódico y se echó la bendición.

Luego se tomaron la embajada con el embajador gringo adentro. Una mujer diminuta con el rostro cubierto y con un letrero en la frente que decía M19 arengaba frente a ese edificio y las cámaras de los noticieros la mostraron en la noche. Cuando Oliva con su familia vieron las imágenes con desconcierto se persignaron. Eso, desde luego, tampoco era algo de Dios. Oliva por años fue adoctrinada por una iglesia corrupta, violadora de niños, niñas y adolescentes, rica, peligrosa, poderosa y encubridora de verdades que a esos hombres ensotanados les incomoda. Los domingos eran los días de los obedientes al poder de Dios y ella cumplió a cabalidad sus deberes como ciudadana católica y esposa consagrada.

Oliva vio a su segundo nieto, era un hombre y nunca más volvería a saber de nietos, se quedaría para siempre con dos mientras sus hermanas tenían docenas de ellos. El niño era un bebé cuando los guerrilleros y el Ejército se dieron tiros en el Palacio de Justicia, mataron magistrados, quemaron archivos de alto valor para miles de procesos judiciales, la mayoría de ellos del narcotráfico. Al presidente de la República le dieron un golpe de estado pasivo cuando los altos mandos militares lo encerraron en palacio mientras el asustado Belisario veía por las ventanas el humo y escuchaba el combate. Oliva vio eso por televisión, ya tenía colores y el estallido de los tanques se veía en tonos cercanos al fuego. Válgame, Dios.

A los pocos días ese mismo Dios se enfureció y mató a más de 20 mil personas en Armero y Oliva no solo lo vio por televisión, también lo olió desde el patio de su casa cuando el azufre infernal le decía que algo malo había pasado. Su nieto era demasiado pequeño para recordar, pero las historias lo alcanzarían en su juventud y contadas en primera persona. Oliva fue a la iglesia esa tarde para pedir misericordia y el padre les dio la bendición. Eran los años en los que las culpas se libraban muy fácilmente, una jornada de una hora era suficiente para sentirse mejor.

Su nieto era blanco, eso era algo bueno para ella. Mientras que su nieta no era tan blanca, era más oscura de piel, es decir, era morena y eso, quizás, no lo sé, no era tan bueno para ella. Dios es blanco, usa ropas blancas, cabellera abundante blanca, facciones europeas y ante todo es hombre. Así funcionaba la doctrina de la fe a la que Oliva fue sometida por años, desde que nació y quizás hasta que murió. Es el duro patriarcado. Oliva era altiva, campesina, casi iletrada, pero convencida de un abolengo criollo vendido por una historia que fue repetida muchas veces hasta hacerse una verdad o, al menos, un hecho palpable en apariencias.

A Oliva cuando la conocí, es decir, cuando escarbo en mis recuerdos, la veo de vestidos hechos en sastrería, de collares de perlas, de cabello bien peinado, de aretes finos, de medias de nylon, zapatos de tacón bajo y cartera de cuero. Era una dama de una sociedad venida a menos y profundamente aspiracional. Me tomaba de la mano y me llevaba a misa, porque yo tenía que ser un hombre de bien, no como los guerrilleros que salían en la televisión. Mi infancia estuvo entre dos mundos, el que edificaron mi madre y mi padre con libros, juegos, diversión, risas, alegría, poesía, astronomía, amor y mucha comprensión, y por otro lado estaba el de mis abuelos paternos con su casa llena de ángeles, santos y crucifijos.

Me despido de Oliva aquel día en Ibagué, le veo su rostro inundado en arrugas, sus ojos marchitos y pienso en aquella historia que nunca escribí de mis abuelos. En las juntanzas con Nicolás (abuelo paterno, esposo de Oliva) en las tardes para comer frutas y escuchar sus historias de campesino que a duras penas sabía firmar, sumar y restar. Le di un abrazo y de parte de ella hubo un beso. Me fui de esa casa sabiendo que nunca más la volvería a ver y con la seguridad de que ella, en medio de sus lagunas de anciana frágil, también sabía que ese día sería el último que vería a su nieto.

Al día siguiente migré a la Argentina lleno de muchos miedos, ese día en el avión ha sido el momento más complejo de mi vida porque en esencia sabía a dónde iba, pero al mismo tiempo no. Estaba muy nervioso, mucho más que cuando me casé, porque el matrimonio es un salto al vacío, pero un salto en donde hay amor, deseo, pasión, decisión y mucha esperanza. La migración es un salto al vacío, a uno que no se sabe lo que estará del otro lado, hay demasiado miedo y lo único que hay es aferrarse a lo que sea para sobrevivir.

Años después de vivir en la Argentina Oliva ha dejado de existir, murió muy anciana, con un siglo de vida a cuestas, con sus dolores de un cuerpo desgastado, en una cama de un hospital y aunque parezca extraordinario, luchó por quedarse más tiempo en este mundo. Sobrevivió a varios infartos durante su vida, a fracturas, a enfermedades y ahí estaba, como si nada. Hasta que el cuerpo agotado se rinde y ese fue el destino de mi abuela, se fue apagando porque nada dura para siempre.

Despido a Oliva a miles de kilómetros de distancia, en una noche llena de estrellas tras una nevada. Es invierno en donde vivo, hace demasiado frío, vivimos pocas personas aquí, hay pocas iglesias, hay pocas camándulas, no hay violencia, hay mucha gente blanca y estoy yo, que me he dado cuenta de que mi destino siempre será el de escribir, bien o mal, pero hay historias que debo contar, que no esperan, que me piden a gritos ser contadas. Oliva murió sin leer una sola de mis novelas, ni uno de mis cuentos, ni una de mis crónicas, pero la despido con un texto que es una historia en sí misma de una mujer con un pasado que mereció ser contado y que se perdió para siempre.

José Vargas

José Vargas

Estudió periodismo para preguntar porque nunca entiende nada y no sabe nada, por admiración a Jaime Garzón y por creer que alguien tiene que contar la historia. Por convicción es cuentista y novelista, más y mejor lo primero que lo segundo. Escribió su primera novela inspirado en el Llano colombiano e influenciado fuertemente por el tiempo, el territorio y el realismo. El susurro de las tripas fue publicado en tiempos de pandemia con Nueve Editores, editorial con la que repitió su segunda novela, El peso de la guitarra. Desde inicios del año 2023 está exiliado en Argentina, en donde escribió su nueva novela Las tareas de Simón, un acercamiento al estilo surreal e informal que ha buscado por años.

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