Una patria en cuatro calles

Una patria en cuatro calles

#Cuento

24/10/2024

Por: José Vargas

De niño y en mi adolescencia nos contaban que las instituciones, las empresas y las corporaciones eran un reflejo exacto de lo que era o es el país. Y tiene mucho sentido, es decir, no es un gran descubrimiento, un país es proporcional a su gente. La grandeza de una sociedad define en muy buena medida la grandeza de un país. Sin la gente, sin la población no podemos hablar de Estado, no podemos ser una nación, no habría país y los sentimientos, virtudes y leyes que conforman la patria tampoco existirían. Es algo indivisible.

Así que yo, cuando era un niño, creí que aquel país que veía a través de un viejo televisor se parecía a algo que me causaba gran fascinación. Yo empecé a creer, desde temprana edad, que mi barrio en Ibagué, Versalles, era o tenía que ser un reflejo de Colombia. De tal manera que, en el escaso entendimiento de los acontecimientos en la mente de un niño, empecé a buscar en mi barrio aquellas cosas que eran el reflejo de mi país, sumido en aquella época en la guerra, en la pobreza, pero que se veía feliz y siempre emparrandado.

La historia de mi barrio, o mejor aún, mi historia en ese barrio, es la de mi país compactado a cuatro calles, diez tiendas, una zapatería, cuatro cafés internet, dos carnicerías, un taller de mecánica, una droguería, tres papelerías, un medio de comunicación, dos peluquerías, una sastrería, una pastelería, un batallón de chismosos y chismosas y, desde luego, un tomadero improvisado en el que vendían cerveza barata y que siempre tuvo aspecto de un lugar arruinado. Era un pequeño infierno de cuatro calles en donde la gente decía ser feliz, pero que quizás, todos se querían matar entre sí.

La calle 50 era una invasión que se configuró por allá en los años 80, la gente venía de todas partes y la pobreza y el abandono de un estado los obligó a tomarse los costados de un viejo paso del ferrocarril. Construyeron casas en lámina, cartón y hasta en barro. Otros con más fortuna compraron algunos ladrillos y bloques e hicieron casas medianamente decentes. El Estado les mandó la Policía y una máquina amarilla para demoler las casas en 1990. Una pared arrancada por un bulldozer mató a un niño de no más de 10 años y a otro le aplastó una pierna. La represión duró unas semanas, luego el gobierno de turno se olvidó de la calle 50 y la gente empezó a vivir un poco más tranquila, pero hasta la fecha el muerto y el amputado no han recibido justicia.

Desde siempre algunas personas que vivían afuera de la invasión sintieron desconfianza de la gente de la 50. Algunas señoras con rosarios en sus cuellos se referían a ellos en términos imposibles de citar en un texto, como si hubieran sido ciudadanos de segunda clase. Los comentarios peyorativos que muchos decían de esas personas de puertas para adentro crearon un halo mudo, pero bien conocido por todos en Versalles. Esa fue mi primera lección del clasismo estructural tan bien afincado en Colombia. Aunque, y en aras de la justicia, debo decir que muchas personas en el barrio no sentían esa desconfianza e incluso, había y hay relaciones estrechas desde lo familiar y lo amistoso con personas que vivían y viven en esa zona. Para mí la calle 50 era como el Pacífico colombiano, olvidado, reprimido, señalado, víctima, pero habitado por gente que intenta hacerse un lugar en el mundo.

Más arriba, una cuadra exactamente, estaba la calle 49. Cuando era un niño recorría ese larguero de casas jugando cualquier juego con una jauría de niños y niñas, éramos como 30 y hacíamos un alboroto tremendo en las noches y los fines de semana. Desde que un día pisé por primera vez esa calle y hasta hoy, siempre ha sido un lugar de ruidos, música a todo volumen, mujeres hermosas, fútbol, amigos incondicionales, peleas y hasta amores contrariados. La calle es dominada por tres familias, las más bulliciosas y rumberas que el mundo ha parido y que siempre, siempre, tienen dinero para armar parrandas de san putas cada vez que les da la gana.

Las navidades en la calle 49 no tenían parangón, la caterva de niños y niñas estrenando ropa comprada con esfuerzo por sus padres recorrían el lugar. Estaban las tres familias y sus equipos de sonido a reventar los vidrios de las casas alrededor, había borrachos, gente bailando en las calles, las sillas, los sofás y cuanto coroto sobre los andenes para recibir a los vecinos y armar el parrando que duraba desde el 7 de diciembre y se agotaba el 7 de enero. La olla en la mitad de la calle cocinando un sancocho en el que comían personas por cientos, pólvora, perros ladrando, tamales, lechona, Pastor López agotado de cantar todo el mes, un ángel de ojos negros intensos, sonrisa tímida y con piernas hermosas de nombre Johanna y un señor viejo, viejísimo, que se sentaba todo el día en una silla de madera que se apoyaba contra la pared de su casa y que parecía un muñeco de año viejo.

Un poco más abajo estaba la caseta comunal, una especie de casa patriarcal trepada en un alto y flanqueada por dos escaleras robustas que al mismo tiempo formaban un muro de apariencia inexpugnable. Allí, en ese lugar de la democracia reducida a términos barriales, un hombre delgado y de caminar pausado, como en cámara lenta, trepaba un parlante desde tempranas horas; ponía rancheras, villancicos y luego se ponía a hablar diciendo cuanta ocurrencia pasaba por su lengua ágil y más rápida que su mente. En las noches, llegaba la hora de las novenas y la algarabía alcanzaba niveles sodomitas. Los niños cantaban a pulmón y rezaban la novena que se escuchaba hasta en el fin del mundo.

En esa calle fui feliz, la gente era ruidosa, pero buena como nadie. Siempre vi sonrisas, siempre vi a los niños y niñas alegres y nunca presencié un acto diferente al amor en medio de la tribulación de hogares humildes y que llegaban a fin de mes estirando hasta el último peso. Siempre he pensado que esa calle es como Cali, bulliciosa, aletosa, fiestera, feliz y multicolor.

Otra cuadra más arriba estaba la calle 48 y qué decir de ella, silenciosa, impertérrita. La gente de barrio decía que esa era la cuadra de las viudas, porque a las mujeres se les veía poco y de hombres casi nada o ninguno. Yo vivía en esa calle, mis padres eran silenciosos, mis vecinos aún más, la gente de la esquina ni se veía, a unos vecinos de una casa diagonal a la mía solo se les podía ver los ojos por entre las cortinas y hasta una señora que heredó una casa de un viejo cura español vivía en esa calle.

Muy cerca estaba una familia pobre, como todas las que vivían en el barrio, pero por su sangre y tuétano corrían los bríos de gente menos pobre o que se cree con una condición diferente a la del resto por alguna suerte de abolengo venido a menos por la voluntad del tiempo. Toda esa cuadra era triste, o por lo menos para mí y mi cosmovisión de niño era profundamente triste, las casas eran casi del mismo color, no había música, no había niños jugando y los adultos caminaban con la cara levantada y rara vez miraban el suelo. Esa calle, la 48, para mí era como Bogotá, cenicienta, apagada, misteriosa, silenciosa y que se siente un escalón social más arriba que las demás, pero que en realidad está igual de jodida al resto.

Luego y tras subir una colina, como una montaña, estaba la calle 47, el larguero de casas y de familias que se vestían en nombre de la diferencia y de una especie de orgullo logrado misteriosamente y que de alguna manera decían ser mejores en todo al resto del barrio. Las parrandas eran igual de ruidosas que las de la calle 49, pero con la diferencia que la mayoría de las familias tenían equipos de sonido nuevos, uno que otro carro, sancochos cocinados en las cocinas y no en las calles y niños que iban en manada, pero que no se mezclaban con los de más abajo. En esa cuadra y alrededores formaban grupos para bailar, tomar cerveza y comer carne asada con la característica que todos eran una misma familia, es decir, rara vez se mezclaban. Frente a cada casa estaban los abuelos, los padres, los hijos y los nietos haciendo ruido, pero entre ellos.

La esquizofrenia de la calle 49 no se veía en la 47, esta había sido reemplazada por un ruido sordo de los equipos de sonido que se ponían de acuerdo para respetar el volumen de la música del vecino y este a su vez hacía lo mismo. Toda esa cuadra era una réplica exacta o se me parecía a Medellín, allá, arriba, empotrada en un alto, con gente que se cree diferente, pero que hacen lo mismo que el resto del país, fiesteros y que se visten de aires reposados para no verse bulliciosos o demasiado comunes.

Años después y bajo la mirada triste de los adultos regresé a Versalles. Tengo 37 años y el barrio es completamente diferente. Creo que ya nada volverá a ser lo mismo, que nada volverá a sorprenderme, porque el objeto de fascinación de mi infancia que era mi barrio ha cambiado y lo ha hecho para siempre. Pero reflexiono y vuelvo a mirar y me doy cuenta de que mi barrio sigue siendo Colombia, pero la Colombia contemporánea.

Las calles de Versalles están destruidas, son como ruinas de un país que ha atravesado la guerra y que le cuesta repararse para volver a ser el mismo. Las fachadas de las casas están envejecidas y sin color, como un país que ya no se reconoce y que ha perdido poco a poco sus mejores días. La gente en el barrio poco sale a la calle, con las excepciones de las familias de las calles 49 y 47, aunque más calmados que otrora, como un país que teme a sus calles y a su gente porque la desconfianza en el otro los ha carcomido. Y finalmente, Versalles no ha logrado tener las luces del Versalles original. Después de tantos años se ve abandonado, roto, silencioso y con pocas virtudes, porque los niños y niñas que un día soñaron en su barrio se han ido para siempre a vivir la misma melancolía que me embarga y de la cual, quizás, no se salga jamás.

José Vargas

José Vargas

Estudió periodismo para preguntar porque nunca entiende nada y no sabe nada, por admiración a Jaime Garzón y por creer que alguien tiene que contar la historia. Por convicción es cuentista y novelista, más y mejor lo primero que lo segundo. Escribió su primera novela inspirado en el Llano colombiano e influenciado fuertemente por el tiempo, el territorio y el realismo. El susurro de las tripas fue publicado en tiempos de pandemia con Nueve Editores, editorial con la que repitió su segunda novela, El peso de la guitarra. Desde inicios del año 2023 está exiliado en Argentina, en donde escribió su nueva novela Las tareas de Simón, un acercamiento al estilo surreal e informal que ha buscado por años.

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